39) LOCO POR LOS LIBROS ¡
“¡Oh libros! ¡Los únicos poseedores de la libertad,
los únicos que nos permiten disfrutarla!”.
Richard de Bury nacido en 1287, fue un prelado católico que llegó a ser obispo de Durhanm y sobre todo, un coleccionista apasionado de libros.
los únicos que nos permiten disfrutarla!”.
Richard de Bury nacido en 1287, fue un prelado católico que llegó a ser obispo de Durhanm y sobre todo, un coleccionista apasionado de libros.
Cita el escritor Alberto Manguel en “Historia de la Lectura”; “eran tantos los libros que se apilaban en torno a su cama que resultaba prácticamente imposible moverse por su dormitorio sin pisarlo”. En el refugio de su biblioteca escribió El Philobiblion, ''excelente tratado sobre el amor a los libros", del cual transcribimos algunos párrafos para compartir con los lectores del blog la pasión y amor de este bibliómano.
No se pierdan la parte en que despotrica contra los estudiantes que maltratan los libros¡¡¡.
"En los libros hallo a los muertos como si estuvieran vivos....
“Los libros son maestros que nos enseñan sin férula ni azotes, sin gritos ni enfados, sin vestiduras vanas y sin monedas. Si acudís a ellos súbitamente nunca los encontraréis durmiendo, si los interrogáis nunca disimulan sus ideas, si os habéis equivocado no murmuran, si cometéis una necedad nunca se burlarán de vosotros.
En los libros hallo a los muertos como si estuvieran vivos; en los libros preveo las cosas que sucederán; en los libros se ponen en marcha asuntos de guerra; de los libros surgen las leyes de la paz. Todas las cosas se corrompen y decaen con el tiempo. Saturno no deja de devorar a los hijos que engendra; toda la gloria del mundo quedaría enterrada en el olvido si Dios no hubiera proporcionado a los mortales el remedio de los libros……Recordar que sin el estudio de los libros las religiones pudieran caducar y sin ellos ninguna luz podría salir para iluminar el mundo.
'El libro, anhelado tesoro de la sabiduría y de las ciencias, a la cual todos los hombres aspirar por instinto natural, sobrepasa infinitamente todas las riquezas de la tierra. Tras él las piedras preciosas pierden su valor, la plata no es más que cieno y el oro fino arena. En él, el valor de la sabiduría no se debilita con el tiempo, su virtud siempre verde, disipa de los malos humores a quienes están agobiados. 'Por ti gobiernan los reyes y los legisladores decretan leyes justas. Aquellos que gracias a ti se quitan la rudeza primitiva, puliendo su lenguaje y espíritu y arrancan las espinas de sus vicios, alcanzan la cumbre de los honores y se convierten en los padres de la patria. Sin ti amado libro, habrían tornado sus armas contra la azada y el arado, o serían como el hijo pródigo que apacentaba sus puercos.
'Oh, libros, que poseéis la libertad, que sólo hacéis gozar a otros, que dais a todos aquellos que os piden, que liberáis a los que os han jurado un culto fiel. Vosotros que sois el alimento celestial de la inteligencia. Encantan con su armonía las almas de los que languidecen y aquellos que os escuchan jamás se turban. Son la moderación y la regla de las costumbres y quien os sirve, no peca más.
'El libro, anhelado tesoro de la sabiduría y de las ciencias, a la cual todos los hombres aspirar por instinto natural, sobrepasa infinitamente todas las riquezas de la tierra. Tras él las piedras preciosas pierden su valor, la plata no es más que cieno y el oro fino arena. En él, el valor de la sabiduría no se debilita con el tiempo, su virtud siempre verde, disipa de los malos humores a quienes están agobiados. 'Por ti gobiernan los reyes y los legisladores decretan leyes justas. Aquellos que gracias a ti se quitan la rudeza primitiva, puliendo su lenguaje y espíritu y arrancan las espinas de sus vicios, alcanzan la cumbre de los honores y se convierten en los padres de la patria. Sin ti amado libro, habrían tornado sus armas contra la azada y el arado, o serían como el hijo pródigo que apacentaba sus puercos.
'Oh, libros, que poseéis la libertad, que sólo hacéis gozar a otros, que dais a todos aquellos que os piden, que liberáis a los que os han jurado un culto fiel. Vosotros que sois el alimento celestial de la inteligencia. Encantan con su armonía las almas de los que languidecen y aquellos que os escuchan jamás se turban. Son la moderación y la regla de las costumbres y quien os sirve, no peca más.
Por ello vosotros habréis de gobernar el mundo y sólo así será el paraíso de Dios. ''¿Quién entonces no pudiera apreciar el tesoro infinito de los libros, gracias al cual los escritores y eruditos engrandecen el dominio de la antigüedad y de los tiempos modernos? (...) ''La palabra penetra, en el palacio de la inteligencia, para engendrar la eterna verdad del pensamiento. Por ello, los libros son los maestros más fieles, enseñan sin gritos ni férulas, además, no conocen la burla. '
CON PULCRITUD Y LIMPIEZA
"No sólo prestamos un servicio a Dios cuando preparamos libros nuevos, sino que ejercitamos un oficio de sagrada piedad cuando los tratamos sin dañarlos como cuando, una vez devueltos al sitio adecuado, los encomendamos a una custodia inviolable, para que gocen de limpieza mientras los tenemos en las manos y descansen seguros cuando los devolvemos a sus estantes. Ciertamente, después de los paños y vasos dedicados al cuerpo del Señor, los libros sagrados merecen ser tocados por los clérigos con mayor decoro del que muestran cuando osan acercarse a ellos con las manos sucias. Por lo cual pensamos que se ha de amonestar a los estudiantes hablando de varias negligencias que siempre pueden evitarse con facilidad y dañan a los libros extraordinariamente.
Y, en primer lugar, a la hora de abrir y cerrar los volúmenes hágase con tranquilidad y mesura, de modo que ni se desaten con precipitada rapidez, ni, una vez acabada su consulta, se devuelvan sin atarlos debidamente.
Pues se ha de cuidar mucho más un libro que un zapato. Porque hay una raza de escolares, por lo general muy mal educada, que de no estar sujetos por las reglas de sus mayores, se muestran arrogantes y altaneros en su estúpida ignorancia. Actúan con insolencia, se hinchan con presunción; de todo opinan con seguridad, aunque no tienen idea de nada. Quizá hayáis visto a un joven duro de mollera, perezosamente sentado en el estudio mano sobre mano, que, mientras azota el frío del helado invierno, le empieza a destilar la nariz humedecida por el rigor del frío, y antes de dignarse limpiársela con el pañuelo, empapa con tan torpe rocío el libro que está debajo. ¡Ojalá que en lugar del libro le hubieran colocado un cuero de zapatero! Tiene las uñas llenas de hedionda inmundicia, más negras que el azabache, y con ellas señala el pasaje que le ha gustado. Siembra de pajas el libro, y las va colocando ostensiblemente en diversos lugares, para que le recuerde la brizna lo que la memoria no retiene. Estas pajas, que ni el estómago del libro digiere ni nadie se preocupa de sacar, empiezan a dilatar las junturas ordinarias del libro y al cabo, negligentemente dadas al olvido, se pudren dentro de él. Tampoco tiene empacho en comer fruta y queso sobre el libro abierto, y en pasear el vaso perezosamente de acá para allá; y como no tiene a mano el taleguillo de las limosnas, deja en los libros las reliquias de los restos. Con incesante parloteo, no deja de criticar a sus compañeros, y mientras aduce una multitud de razones vacías de sentido físico, baña con la aspersión de su saliva el libro que tiene abierto en el regazo. ¡Que más! Al punto, doblando los codos, se recuesta sobre el libro y durante un breve estudio, concilia un largo sueño; y luego, para restaurar las dobleces de las hojas, la dobla del revés, con no pequeño detrimento del libro..."
“PROHIBIRLES QUE TOQUEN LOS LIBROS “
"No sólo prestamos un servicio a Dios cuando preparamos libros nuevos, sino que ejercitamos un oficio de sagrada piedad cuando los tratamos sin dañarlos como cuando, una vez devueltos al sitio adecuado, los encomendamos a una custodia inviolable, para que gocen de limpieza mientras los tenemos en las manos y descansen seguros cuando los devolvemos a sus estantes. Ciertamente, después de los paños y vasos dedicados al cuerpo del Señor, los libros sagrados merecen ser tocados por los clérigos con mayor decoro del que muestran cuando osan acercarse a ellos con las manos sucias. Por lo cual pensamos que se ha de amonestar a los estudiantes hablando de varias negligencias que siempre pueden evitarse con facilidad y dañan a los libros extraordinariamente.
Y, en primer lugar, a la hora de abrir y cerrar los volúmenes hágase con tranquilidad y mesura, de modo que ni se desaten con precipitada rapidez, ni, una vez acabada su consulta, se devuelvan sin atarlos debidamente.
Pues se ha de cuidar mucho más un libro que un zapato. Porque hay una raza de escolares, por lo general muy mal educada, que de no estar sujetos por las reglas de sus mayores, se muestran arrogantes y altaneros en su estúpida ignorancia. Actúan con insolencia, se hinchan con presunción; de todo opinan con seguridad, aunque no tienen idea de nada. Quizá hayáis visto a un joven duro de mollera, perezosamente sentado en el estudio mano sobre mano, que, mientras azota el frío del helado invierno, le empieza a destilar la nariz humedecida por el rigor del frío, y antes de dignarse limpiársela con el pañuelo, empapa con tan torpe rocío el libro que está debajo. ¡Ojalá que en lugar del libro le hubieran colocado un cuero de zapatero! Tiene las uñas llenas de hedionda inmundicia, más negras que el azabache, y con ellas señala el pasaje que le ha gustado. Siembra de pajas el libro, y las va colocando ostensiblemente en diversos lugares, para que le recuerde la brizna lo que la memoria no retiene. Estas pajas, que ni el estómago del libro digiere ni nadie se preocupa de sacar, empiezan a dilatar las junturas ordinarias del libro y al cabo, negligentemente dadas al olvido, se pudren dentro de él. Tampoco tiene empacho en comer fruta y queso sobre el libro abierto, y en pasear el vaso perezosamente de acá para allá; y como no tiene a mano el taleguillo de las limosnas, deja en los libros las reliquias de los restos. Con incesante parloteo, no deja de criticar a sus compañeros, y mientras aduce una multitud de razones vacías de sentido físico, baña con la aspersión de su saliva el libro que tiene abierto en el regazo. ¡Que más! Al punto, doblando los codos, se recuesta sobre el libro y durante un breve estudio, concilia un largo sueño; y luego, para restaurar las dobleces de las hojas, la dobla del revés, con no pequeño detrimento del libro..."
“PROHIBIRLES QUE TOQUEN LOS LIBROS “
”Ya cesaron las lluvias y se fueron, y en nuestra tierra aparecieron las flores: entonces, el escolar que venimos describiendo, más menospreciador que apreciador de los libros, rellenará el suyo de violetas, prímulas y rosas, sin olvidar el trébol cuadrifolio; entonces aplicará sus manos húmedas y sudorosas a hojear los volúmenes; entonces con los guantes llenos de polvo, se lanzará contra el blanco pergamino y, con el índice enfundado en cuero viejo, línea por línea recorrerá la página; entonces, como siente la picadura de una pulga, arrojará el libro sagrado, que ya puede quedarse sin cerrar en todo el mes, e impregnándose así de polvo se dilata, de modo que cuando se le quiere cerrar ya no obedece.
Hay otros a los que se debería prohibir especialmente que tocaran los libros: jóvenes desvergonzados que, habiendo aprendido a dibujar las formas de las letras, como caiga en su manos un ejemplar del volumen más hermoso, comienzan a hacerse glosadores impropios, y en cuanto echan el ojo a algún margen bastante amplio cerca del texto, pronto aparece allí monstruosamente un alfabeto o cualquier otra frivolidad que a la imaginación se le ocurra, y que una pluma impune osa trazar al momento.
Acá un latinista, allá un sofista, acullá un escriba ignorante, todos prueban la aptitud de su cálamo, de modo que con harta frecuencia hemos visto cómo quedaban dañados los códices preciosísimos por su utilidad y su valor. Hay también ciertos ladrones que mutilan desmesuradamente los libros, los cuales, para obtener papel de cartas, recortan las franjas laterales, salvando la letra sola, o, para varios usos y aun abusos, se llevan las hojas finales que se dejan para guardas del libro. Tal género de sacrilegio debería estar prohibido so pena de excomunión.
Conviene también derechamente al decoro de los escolares que, cada vez que pasen de la refección al estudio, preceda a la lectura un buen lavado, para que no abran los cierres de los libros ni pasen las hojas con los dedos untados de grasa. Tampoco se permita que los niños llorones se fijen en las imágenes de las capitulares, para que no manchen el pergamino con sus manos húmedas, pues ya se sabe que tocan todo lo que ven.
Por último, los laicos a los que les da lo mismo mirar un libro al derecho que al revés, como si ésta fuera la forma natural de abrirlo, son totalmente indignos de tener relación con ningún libro. También el clérigo tenga cuidado en no tocar las hojas de los libros sin lavarse, como cocinero ceniciento oliendo a olla, antes bien sólo el que entre sin mancha podrá manejar códices preciosos. Y, sin embargo, la limpieza de unas manos decorosas sería sumamente útil para los libros como para los escolares, si es que ya la sarna y las postillas no son características del clero. Cada vez que se adviertan defectos en los libros, se ha de poner remedio con presteza: pues nada crece con mayor presteza que un rasgón o una rotura, que, si se descuida en su momento, luego será más caro repararlo. Sobre la extrema pulcritud con que han de fabricarse los armarios de los libros, donde se conserven seguros de toda posible lesión, el dulcísimo Moisés nos informa en Deuteronomio, XXXI: Tomad este libro de la Ley y ponedlo en el arca de la alianza del Señor Dios vuestro. ¡Oh lugar conveniente e ideal para un biblioteca, que fue hecha con madera incorruptible de acacia y completamente cubierta de oro por dentro y por fuera! Pero es hasta el Salvador excluyó con su ejemplo toda negligencia en el decoro con que se ha de tratar a los libros, como se lee en Lucas IV. Pues, cuando terminó de leer en el libro que le entregaron la escritura profética sobre él escrita, se lo devolvió al servidor, no sin antes enrollarlo con sus sacratísimas manos. Este hecho enseña a los estudiantes con toda claridad cómo en la custodia de los libros no debe permitirse la menor negligencia
Richard de Bury (un ¡loco por los libros¡)
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